Tras la parada de Winnipeg, hemos atravesado ya el ecuador de nuestro viaje en tren de Vancouver a Toronto. Quedan aún dos noches de viaje y empezamos ya a acusar el cansancio de tanto tiempo en el tren. Entramos en la provincia de Ontario, donde se encuentra la ciudad de Toronto, pero eso no quiere decir que estemos aún cerca de nuestro destino. Nos quedan aún muchos kilómetros.
Ha sido una noche algo difícil. Me quedé viendo una película nada más salir de Winnipeg y cuando acabó, pasada la medianoche, no pude dormir fácilmente. Quizá porque la cena que me había regalado exigía como continuación el regalo de una buena cama o, más probablemente, por los ronquidos de mi vecino de pasillo.
Tanto en los dos asientos del lado izquierdo del pasillo como en los dos lados de la fila delantera viaja un grupo de tres alemanes que están en Canadá con una Working Holiday y van hacia el este después de cinco meses trabajando en Vancouver Island. Curiosamente, su inglés es bastante bueno.
El caso es que el más gordito de ellos, que es el que viaja a mi lado, debió pegarse ayer un buen homenaje porque el caso es que, cuando me puse el antifaz y me hice una bola para dormir, estaba durmiendo como un bendito con unos ruidos bastante molestos: primero, respiraciones fuertes, como si se estuviera ahogando; para pasar unos minutos después al ronquido puro y duro. Afortunadamente, hay más sitio en la parte trasera del vagón –por mucho que haya que colocarse encima de los ejes y soportar los chirridos metálicos del extremo del vagón-, así que allí me trasladé a dormir un par de horas.
Los asientos del tren son bastante cómodos y se reclinan muchísimo, no me puedo quejar de ellos, pero no hay manera de que las piernas queden rectas, por lo que –cada mañana- quedan agarrotadas y doloridas al despertar. Un pequeño paseo al despertar y el primer café de la mañana en el coche bar lo suelen arreglar.
El Oeste de Ontario
Los paisajes han cambiado. Hemos pasado de las praderas del centro de Canadá a la región de Ontario. Esto significa que hemos dejado de atravesar praderas nevadas a atravesar otros bosques no menos nevados. Lo bueno que tiene es que, por primera vez en tres días que llevamos de trayecto, estamos intuyendo la luz del sol en algunos resquicios que nos deja el cielo nublado.
Hemos parado en un pueblo diminuto llamado Armstrong, ya en Ontario. Cinco minutos, lo suficiente para salir del vagón, que algunos fumen un cigarro y otros los empleemos en sacar fotos de los montones de nieve y los dos o tres edificios que podemos ver desde la estación. Hemos vuelto a cambiar de huso horario. Estamos ya en el mismo horario de Toronto, que son tres horas más que las que teníamos cuando salimos de Vancouver.
Nos han ofrecido comer a una hora más decente que otros días (la una y media de la tarde) y he reservado en el vagón restaurante. Las comidas son más ligeras e informales, mientras que las cenas son algo más elaboradas. No obstante, me sigue sorprendiendo la buena calidad y el aceptable precio de la comida para tratarse de un tren –medio de transporte en el que he asistido a verdaderas estafas en otras regiones del mundo-. Es verdad que no son grandes cantidades, pero pagar por una ensalada más que decente con gambas, queso feta y un buen pan de ajo, un postre de helado y tarta también sorprendentemente agradable y un par de cafés algo menos de 10 euros al cambio (más la propina) resulta un precio bastante aceptable.
El restaurante es una buena manera de conocer gente. Me ha tocado en la misma mesa que un turco residente en Canadá que lleva dos años viajando por el mundo y de dos niños de una familia menonita que anda dando vueltas por el tren. Con los de las clases de literas y camas no coincidimos más que en el comedor, pero los de clase económica nos vamos empezando a identificar las caras: desde algunos jubilados canadienses con tiempo libre para disfrutar del viaje hasta algún otro mochilero que anda por aquí, pasando por un tío joven con barba curiosísimo que debe ser resistente al frío, porque sale en todas las paradas gélidas sin abrigo y anda por el vagón en camiseta de tirantes. También mis vecinos de asiento alemanes, antes ya citados, aparte del que viaja en el asiento posterior al mío que o duerme, o está jugando al solitario del Windows. En una de las últimas microparadas se ha subido una señora mayor que lleva a un niño pequeño siempre sujeto con algo parecido a una tira de terciopelo, en plan perrito. A mí ya me conocen todos como “el de la cámara” y hasta me preguntan si voy a hacer una película.
Por lo demás, seguimos atravesando el oeste de la región de Ontario. Hemos parado en un par de microestaciones de poblados diminutos, pero el paisaje sigue siendo parecido al de la mañana: bosque, bosque, más bosque y nieve. De vez en cuando, a los lados, se abren grandes claros entre los árboles que tienen la pinta de ser lagos helados. Pero a saber, con la cantidad de nieve que hay acumulada, lo que tendrán debajo.
Siguiente capítulo: La vida en el tren
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